Clásico de extrarradio
- Marc Ferriz
- 12 may
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 15 may
El FC Barcelona celebra el título anticipadamente con la victoria frente al Real Madrid en un partido de muchas emociones

No hubo forma. A menos que uno tuviera 600 euros o más para gastar, ver el Clásico en el estadio era misión imposible. La Liga, como viene siendo costumbre, convierte sus partidos en un artículo de lujo. Tal vez este lo fuera. Un Barça-Madrid que podía decidir el título, con aires de final, en un estadio temporal, y con las entradas más “asequibles” vendidas hacía semanas. Verlo en directo era un privilegio para bolsillos selectos. Para el resto, quedaba la ciudad.
Entonces, unos conocidos de la Ciutat Comtal me hablaron de L’Ovella Negra. No conozco tanto Barcelona y nunca había oído hablar del sitio. Lo describieron como una nave industrial enorme donde miles de personas se congregan para ver los partidos del Barça. Una especie de santuario profano con pantallas gigantes, barras kilométricas y ambiente de grada. “Si no puedes ir al estadio, es lo más parecido”, me dijeron. Y allá que fui.
Entrar no fue sencillo. Alrededor de la nave, en el corazón del Poblenou, una fila interminable daba la vuelta a la manzana. Gente jóven, familias, turistas despistados y veteranos de grada compartían la espera con una mezcla de nerviosismo y resignación. Algunos sacaban cervezas de mochilas, otros cantaban, muchos miraban el móvil. El Clásico ya había empezado.
Una hora después de llegar —cuando parecía que no quedaba sitio para nadie más—, logré entrar. El interior era justo como lo habían descrito: techos altísimos, farolas ancladas a las paredes, pantallas colgantes, taburetes bajos, mesas llenas y gente de pie, sentada en el suelo, apretujada en cada rincón. Todo bajo una luz tenue y un murmullo denso, con olor a malta y nervio. Un antiguo almacén de principios del siglo XX convertido en una especie de estadio paralelo.

El partido empezó como una bofetada. Antes del minuto 15, Mbappé ya había anotado por partida doble. Un silencio espeso flotaba en la nave después del segundo gol. El Barça, como tantas veces esta temporada, se encontraba cuesta arriba demasiado pronto. Pero la reacción fue inmediata. Y brutal.
En quince minutos, tres goles, y antes del descanso, otro. Como si el equipo de Flick jugara con rabia, con necesidad de demostrar que el tropiezo de San Siro había sido apenas una pausa de su arrolladora.
Gol de Eric en la salida de un córner, una rosca exquisita de Lamine y un doblete de Raphinha. Cada tanto era celebrado como si se hubiera marcado allí mismo, en aquella nave donde el suelo temblaba bajo los pies de cientos de culés. A mi lado, un tipo se arrodillaba tras el 3-2. Otro recorría el pasillo que quedaba entre la muchedumbre mientras retumbaban en las paredes como si estuviéramos en Montjuïc.
El Barça jugaba como siempre. Exuberante en ataque, algo frágil en defensa, vibrante como un equipo al que aún le cuesta proteger lo que construye, pero que al menos construye. El Madrid, mientras tanto, se refugiaba en las genialidades de Mbappé, que se empeñaba en sostener el marcador por puro talento. Marcó el tercero y dejó el 4-3 en el aire. Otra vez la inquietud.
Los rostros se tensaron. Las manos se iban a la cabeza. El momento más caliente de la noche no llegó con un gol, sino con una decisión arbitral. En el 79’, un remate de Ferran rebotó en el brazo despegado de Tchouaméni dentro del área. El árbitro lo vio claro: no hubo penalti. El VAR lo llamó, pero tras revisar la jugada, ratificó su postura.
En aquel recinto, donde cada mínima falta levantaba un murmullo colectivo, el silencio dio paso al rugido de la indignación. La repetición parecía mostrar lo contrario, y más de uno ya acusaba de robo. Fue un instante de esos que no deciden una Liga, pero que todos recordarán.
Más tarde el VAR anuló un gol a Fermín, otro a Mbappé. Szczesny salvó el empate. La tensión se podía cortar. Y entonces, pitido final.
Los abrazos, los cánticos, los aplausos. El Barça ganaba el Clásico, se escapaba en la Liga y se reconocía de nuevo a sí mismo tras la debacle de Milán. Flick sonreía. Lamine se agigantaba. Y Ancelotti, probablemente, firmaba su último servicio en la capital.
El pitido final no apagó del todo el ruido. Afuera, las conversaciones seguían con la misma intensidad que dentro: el penalti no pitado, la exhibición de Lamine, los goles de Mbappé, la Liga casi decidida. Barcelona era un hervidero, como si el partido aún se estuviera jugando en cada esquina. Cada rincón de la ciudad, de alguna manera, también se había vestido de Clásico.
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